NO HAY PEOR VIOLENCIA CULTURAL QUE EL EMBRUTECIMIENTO QUE SE PRODUCE CUANDO NO SE LEE (del blog Leer porque sí)

viernes, 30 de diciembre de 2011

Cuento para la siesta de diciembre


Cuentos en el verano, el minimalismo y el humor negro de Silvina Ocampo: un niño, una soga, un juguete...



La soga


A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de
mano del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender
papeles en la chimenea. Esos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la
soga, la soga vieja que servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes
del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo
entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de
siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con
ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca, colgada de un árbol,
después un arnés para caballo, después una liana para bajar de los árboles,
después un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasamanos,
finalmente una serpiente. Tirándola con fuerza hacia adelante, la soga se retorcía
y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A
veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba
en los bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo tocara; era
parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga
se le acercaba, a regañadientes, al principio, luego, poco a poco,
obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba aquel
movimiento de serpiente maligna y retorcida, que los dos hubieran podido
trabajar en un circo. Nadie le decía: "Toñito, no juegues con la soga".
La soga aparecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo.
Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más
flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi
opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos,
se demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de
echarla al aire; como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba
prestar atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de
sus manos para lanzarse hacia adelante, para retorcerse mejor.
Si alguien le pedía:
—Toñito, prestame la soga. 38
El muchacho invariablemente contestaba: —No.
A la soga ya le había salido una lengüita, en el sitio de la cabeza, que era
algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón.
Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena.
¿Una soga, de qué se alimenta?. ¡Hay tantas en el mundo!. En los barcos,
en las casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes... Toñito decidió que
era herbívora; le dio pasto y le dio agua.
La bautizó con el nombre de Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada
movimiento, decía: "Prímula, vamos. Prímula". Y Prímula obedecía.
Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la
precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre
las cobijas.
Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el
horizonte, de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna,
hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia
atrás con la energía de siempre y Toñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le
golpeó en el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa.
Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos.
La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba