NO HAY PEOR VIOLENCIA CULTURAL QUE EL EMBRUTECIMIENTO QUE SE PRODUCE CUANDO NO SE LEE (del blog Leer porque sí)

jueves, 9 de febrero de 2012

Seguimos aprendiendo a escribir


¿Cuántos cuentos, poemas y canciones conocemos sobre el Che? Este de Haroldo es diferente: otra óptica, la palabra justa, trabajada, mínima. Seguimos aprendiendo a escribir leyendo a los grandes.

CON GRINGO

Haroldo Conti



Los vi cuando salieron del monte, apenas hace un rato. Vi al grupito de batidores con el capitán al frente. Después desaparecieron porque el camino baja y lo tapan los árboles, pero acabo de ver ahora mismo la nube de polvo que levantan a la entrada del pueblo. El capitán sobresale de la gente y la polvareda.

El coronel atraviesa la calle abrochándose la bragueta seguido por el resto de los milicos que dormían la siesta. Alguien pegó un grito y la gente abre paso a los soldados que vienen pateando el polvo por el medio de la calle con aquel pálido y ojeroso capitán montado en una mula.

Recién ahora que están más cerca veo al otro jinete. No se parece a nadie, quiero decir a toda esa gente que no se parece a nosotros, por más que los parió la misma tierra. Cabalga como dormido. Tiene las piernas envueltas en unos trapos y una melena aceitosa que le cae hasta los hombros. Por los andrajos más bien es igual a nosotros.

Detrás del hombre viene el gringo con el pañuelo debajo de la gorra. Tropieza una vez y levanta la cabeza y se acomoda los anteojos que brillan como dos fogonazos.

Cuando pasan frente a la iglesia, el sol, que cae a plomo, los borra de golpe. Sólo queda en el aire la cabeza del capitán, blanca de polvo, con un par de huecos que le hunden la cara. Después viene la cabeza del hombre que se bambolea a un lado y otro, como el Cristo de Lagunillas la vez que lo sacan para la Cuaresma y lo pasean de una punta a otra del pueblo. Tiene la misma cara de muerto de hambre, la misma barba silvestre.

La gente los sigue de lejos porque el gringo se vuelve a cada rato y los espanta con el puño. Un perro se le cruza en el camino y le larga un puntapié. El perro rueda entre las patas de las mulas con un alarido y el jinete se tumba a un lado. El gringo levanta los brazos pero no llega a tocarlo porque el capitán, sin volverse, alarga la mano y lo acomoda en la montura.

El hombre ha abierto los ojos, o ya los traía abiertos y recién me doy cuenta porque lo tengo enfrente. Mira adelante, es decir, no mira un carajo, como si cabalgara solo en medio del polvoriento camino que viene de Valle Grande y atraviesa Higueras, que casi no es un pueblo, que casi no es nada, y se pierde a lo lejos en dirección a otra nada más grande.

Pasa el gringo, pequeño y taciturno y antes pasaron los milicos pateando el polvo con un quejoso zangoloteo de trapos empapados y correajes sudorosos y ahora pasa la gente que se apretuja y cuchichea al final de la cola. Delante cabalga el capitán, flaco y pálido como la muerte, y al lado cabalga a los tumbos aquel jinete zaparrastroso. Las piernas le cuelgan de la mula como si fueran enteramente de trapo.

Ahora que ha pasado me pregunto a quién se parece. En todo caso se parece al Cristo macilento de Lagunillas, que en esto del hambre se parece a todos nosotros.

Se han parado frente a la escuela. El coronel hace un ademán y los milicos se vuelven contra la gente que recula al otro lado de la calle.

El gringo, de atropellado, pecha al coronel, que se frota la cara y dice carajo. Los demás se han quedado quietos, hasta la gente. Miran al hombre mientras el sol les recalienta los sesos. Entonces grita algo en cocoliche, el gringo, y sus ojos líquidos saltan hasta el medio de la calle. El capitán ladea apenas la cabeza, desmonta y se sacude el polvo.

En esto el hombre se vuelve y el sol le agranda la cara y aunque está del otro lado de la calle veo el relumbrón de sus ojos, espesos y húmedos por la calentura. La boca se le enrosca en el hueco de la barba pegoteada de sudor y de polvo. Es que sonríe, aunque nadie lo entienda.
El capitán suelta una orden por lo bajo. Un par de milicos lo bajan de la muía, aguantándolo con el hombro, y se lo llevan hasta la escuela. El gringo los sigue y alarga la mano cuando los milicos se paran, pero no se anima a tocarlo.

El coronel empuja la puerta con un pie y lo meten adentro. Los milicos lo meten porque el coronel apenas asoma la cabeza y, no bien salen, vuelve a cerrarla.

Ahora, el sol está justo en lo alto y los milicos se adormecen con el resplandor que brota del aire. El gringo se ladea la gorra y mira por uno de los boquetes que hay en la pared.

El sol me embroma la vista. Tal vez es por eso que veo aquellos ojos colgados del aire. Después veo toda la cara con esa sonrisa inmóvil no sé si de burla o tristeza. Es una cara grande como esta tierra a la que nadie entiende tampoco.

Por la tarde llegó el Toyota cargado de oficiales. Entró a los pedos levantando una nube de polvo que borró la mitad del pueblo y paró de golpe frente a la escuela. Entonces la nube le dio alcance y sonaron ruidos y gritos como si detrás hubiera otro pueblo, un verdadero pueblo. El coronel salió de la nube y se puso a gritar más fuerte que todos. Saludaba para un lado, gritaba para el otro.

Ahora que la nube se ha ido, se ha ido el ruido también porque el sol le pone a uno la sangre pesada. Los oficiales están parados al lado del Toyota, se sacuden el polvo y miran con curiosidad al gringo, que habla en lugar del coronel. Supongo que es así porque el coronel dejó de hablar cuando apareció el gringo y lo mira con cara de aburrido mientras el otro manotea el aire.

Uno de los oficiales se apoya contra la pared como si fuera a mear. En realidad está mirando por uno de los agujeros. Miran uno tras otro.

Yo no necesito mirar, ni siquiera necesito abrir los ojos pero veo mejor que ellos porque los deslumbra la luz. El hombre está sentado en el suelo con la espalda contra la pared y la penumbra le agranda las pupilas como puños. Hay algo que ahueca sus ojos y enciende una llama al final, algo que está en el aire que lo rodea, que brota de su cabeza de león, la cual no cabe en aquel agujero, no cabe ni siquiera en Higueras.

Uno de los oficiales entra en la escuela, tras otra patada del coronel en la puerta, pero no tarda en salir con la cara alborotada. Entran y salen y el coronel dice otra vez carajo.

Por el lado de la quebrada se siente el abejorreo de la avioneta. Lo he oído a ratos durante la mañana, antes que trajeran al hombre, ya que es evidente que no salió de él venir hasta Higueras. En general no sale de nadie, hay que decirlo.

Acaba de llegar un camión cargado de milicos.

Hace un rato los oficiales se marcharon al almacén y la calle se ha vuelto a quedar vacía. Hay más soldados que otras veces pero acaso el calor y esta luz que vela las figuras dan esa impresión.

Sale un milico del almacén y un poco antes he oído la voz apretada del gringo pero aquí el polvo y el silencio son demasiado viejos, de manera que no sé si lo he oído o más bien se me hace porque estoy acostumbrado a ponerles voces y palabras a las cosas justamente de mudas que están.

Los oficiales acaban de irse. Montaron en el Toyota rápidamente y cuando pasaron frente a la escuela la nube de polvo ya los había tapado. Después se fueron los soldados. No es que se fueran. El coronel pegó un grito y ellos se pusieron en fila, tomaron distancia como para que calzaran sus sombras entre uno y otro, de modo que parecía un verdadero ejército, y después de otro grito se marcharon para Masicuri. No es que se marcharan para Masicuri tampoco. Porque doblaron detrás de la última casa y si fueran para Masicuri los estaría viendo todavía sobre el camino, un hombre, una sombra, otro hombre, otra sombra.

El coronel se ha vuelto a meter en el almacén y ahora no se ve a nadie realmente. Es decir, veo tan sólo el rostro del hombre que sonríe cortito desde un tapial, desde el polvo de la calle, desde una punta y otra del camino.

Esto es Higueras, este silencio. Acaso esa cara tan grande como la tierra.

El capitán aparece en la puerta del almacén, blanco y ojeroso y casi transparente por la luz que lo enciende de la cabeza a los pies. Se vuelve lentamente y camina en dirección a la escuela con la metralleta pegada a una pierna. Los botines claveteados levantan una nubecita de polvo pero no hacen ruido. Antes de entrar suelta el seguro y apoya una mano en la puerta. Sin embargo, no se mueve de ahí, como si hubiera perdido la memoria, que es lo que tarde o temprano se pierde en esta soledad.

De pronto comienza a repicar la campana de la iglesia y el capitán empuja la puerta.

Los campanazos ruedan por la calle desierta como piedras y recién al tiempo me pregunto qué mierda estarán celebrando y en el mismo momento, mientras ruedan y golpean contra los tapiales y yo me pregunto y miro el negro hueco de la puerta, siento como un ruido de ramas que se quiebran en medio de los campanazos, un rebote áspero y entrecortado, mientras ruedan y golpean celebrando tal vez una fiesta nueva.


Gracias a Biblioteca Ignoria, que nos honra con cada cosa que nos envía.

martes, 7 de febrero de 2012

Qué cuento, pibe!!!

Aprendemos a escribir leyendo a los grandes....



COMO UN LEÓN
Haroldo Conti



Todas las mañanas me despierta la sirena de la Ítalo. Ahí empieza mi día. El sonido atraviesa la villa envuelta en las sombras, rebota en los galpones del ferrocarril y por fin se pierde en la ciudad. Es un sonido grave y quejumbroso y suena como la trompeta de un ángel sobre un montón de ruinas. Entonces abro los ojos en la oscuridad y me digo, cuando todavía dura el sonido, "Levántate y camina como un león". No sé dónde escuché eso, porque a mí no se me hubiera ocurrido, tal vez en la tele, tal vez a un pastor de la escuela del Ejército de Salvación, pero eso es lo que me digo cada mañana y para mí tiene su sentido. "Levántate y camina como un león"
La vieja me pregunta siempre en qué diablos estoy pensando. La pobre vieja lo pregunta porque en realidad cree que no pienso en nada. Sin embargo tengo siempre la cabeza tan llena de cosas que no me sorprendería si un día de estos salta en pedazos. Estoy seguro de que si la vieja supiera lo que pienso realmente se caería de espaldas. Digo esto justamente cuando oigo el sonido que pasa sobre mi cabeza, porque a nadie que me mire se le puede ocurrir que me anden tantas cosas por la mollera. Sin embargo, somos una familia de pensadores. Mi padre, con todo lo pelagatos que era, pensaba y decía cosas por el estilo y tal vez fue a él a quien escuché algo semejante.
A veces, como ahora, me despierto un poco antes de que suene la sirena. Tendido en la cama, con la cabeza metida en la oscuridad, me parece como que estuviera sobre una balsa abandonada hace tiempo en medio del mar. Entonces pienso en todas las cosas de la vida. Como si estuviera muerto o bien a punto de nacer. Aunque en cualquiera de esos casos no pensaría nada, se entiende, pero quiero decir como si estuviera a un lado del camino, no en el camino mismo, y desde allí viera mejor las cosas. O por lo menos lo que vale la pena que uno vea.
Mi madre se acaba de levantar y se mueve en la penumbra de la cocina. Desde aquí veo su rostro flaco y descolorido iluminado por la llamita zumbadora del calentador. Parece el único ser vivo en toda la tierra. Yo también estoy vivo pero yo no soy nada más que una cabeza loca que cuelga en la oscuridad.
Pienso en mi hermano, por ejemplo. Hace un par de meses que lo mataron. El botón vino y dijo con esa cara de hijo de puta que ponen en todos los casos, que había tenido un accidente. El accidente fue que lo molieron a palos. Fuimos en el patrullero mi madre y yo hasta la 46 y allí estaba mi hermano tendido sobre una mesa con una sábana que lo cubría de la cabeza a los pies. El botón levantó la sábana y vimos su cara, nada más que su cara, debajo de una lámpara cubierta con una hoja de diario. No solté una lágrima para no darles el gusto y además no se parecía a mi hermano. En realidad, no creo que haya muerto. Mi hermano estaba tan lleno de vida que no creo que un par de botones hayan podido terminar con él. No me sorprendería que aparezca un día de estos y de cualquier forma, aunque no aparezca nunca más, lo cual no me sorprendería tampoco, para mí sigue tan vivo como siempre. Acaso más. Cuando digo que pienso en él en realidad quiero decir que lo siento y hasta lo veo y las más de las veces no es otro que mi hermano el que me dice eso de que me levante y camine como un león. Desde las sombras. Las palabras suenan dentro de mi cabeza pero es mi hermano el que las dice.
También pienso en el viejo pero con menos frecuencia. También él está muerto. Mejor dicho, él sí que está muerto. Si lo veo alguna vez apenas es un rostro borroso y melancólico que se inclina sobre mi cama o, de pronto, se vuelve entre la gente y me pregunta, como la vieja, en qué diablos estoy pensando. Él me lo preguntaba de otra forma, con una sonrisa blanda y cariñosa como si viera más allá del tiempo. Mi padre fue un vago, no cabe duda, pero sabía tomar las cosas y creo que éstas andarían mucho mejor si la gente las entendiera a su manera. Claro que mi madre se tuvo que romper el lomo pero yo creo que de cualquier modo esos tipos tienen un lugar en la vida y hay bastante que aprender de ellos por más que mi padre jamás se propusiera enseñarnos nada. Además mi madre nunca se quejó de él y por mucho tiempo fue la única que pareció comprenderlo.
Si me olvido de mi padre, es decir, si nunca alcanzo a verlo de cuerpo entero y menos vivo e intenso como a mi hermano, sin embargo hay algo de él en cada cosa que me rodea, en toda esa roñosa vida como la llaman, y si veo algo que los otros no alcanzan a ver es justamente por allí está mi padre. Yo no sé qué pensará los otros, digo los miles de tipos que viven en la villa, que sudan y tiemblan, que ríen maldicen en medio de todo este polvoriento montón de latas, pero lo que es yo no lo cambio por ninguno de esos malditos gallineros que se apretujan a lo lejos y trepan hasta los cielos del otro lado de las vías. Aquí está la vida, la mía por lo menos. Esta es una tierra de hombres, con la sangre que empuja debajo de su piel. No hay lugar para los muertos, ni siquiera para los botones. Y cuando a veces me trepo al techo de algún vagón abandonado y desde allí contemplo toda esa vida que se mueve entre las paredes abolladas de las casillas o los potreros pelados o las calles resecas me parece que contemplo una fiesta. Los trenes zumban a un lado con toda esa gente borrosa pegada a las ventanillas, los coches y los barcos corren y resoplan del otro, los aviones del aeroparque barrerán el cielo con sus motores a pleno, la vela de un barquito cabecea sobre el río, un chico remonta un barrilete, una bandada de pájaros planea en el filo del viento y en medio del polvo y la miseria un árbol se yergue solitario. Ahí está mi padre. En todo eso.
La vieja se vuelve y mira hacia la oscuridad donde estoy acurrucado. Entonces veo solo su sombra como si mi madre se borrara y quedase nada más que un hueco. Ella piensa que estoy dormido y trata de que aproveche todo el tiempo.
Hay veces que no pienso en nada y la miro a ella simplemente porque es la única manera de ver a mi madre. Está sola en el mundo. Mi padre se fue primero, luego mi hermano y un día u otro me tocará a mí. Ella lo sabe.
Otras veces pienso en los muchachos. Tulio, el Negro, Pascualito. Caminan delante de mí, sobre las vías. Gritan y se empujan, aunque no escucho nada. Sus caras mugrientas brillan debajo de la luz pero yo estoy en las sombras y cuando quiero hablarles se alejan velozmente. Flotan en el aire como globos y se alejan. Trato de pensar en cada uno por separado y entonces parecen otros tipos.
El hermano de Tulio era amigo de mi hermano y aquella noche se salvó por un pelo. Mejor dicho, por un montón de ellos porque estaba con la Beba en una casilla del barrio Inmigrantes. Así y todo, atareado como estaban los sintió venir, los olió más bien, saltó por la ventana y se perdió en la noche. Después que se fueron, lo buscamos con el Tulio. Estaba metido en la caldera de una vieja "Caprotti" arrumbada en un desvío del San Martín. El Tulio le llevó un paquete con comida y los pantalones que había dejado en la casilla. El preguntó por mi hermano y dijo un par de cosas sobre la puta vida que retumbaron en el vientre de la "Caprotti". Después desapareció de la villa. Hace unos meses de esto.
Bueno, es así como se marchan todos. Un día u otro. De cualquier manera, por uno que se va hay otro que llega. Las villas cambian y se renuevan continuamente. Son algo más que un montón de latas. Son algo vivo, quiero decir. Como un animal, como un árbol, como el río, ese viejo y taciturno león. Como el león, justamente. Lo siento en mi cuerpo que crece y se dilata en las sombras y de pronto es toda la gente de las villas, toda esa gente que empieza a moverse en este mismo momento y no se pregunta qué será de ella el resto del día y menos el día de mañana sino que simplemente comienza a tirar para adelante.
Mi madre abre la puerta. Mi madre y las cosas aparecen cubiertas de ceniza. La propia llama del calentador se opaca y destiñe. Es el día.
—¡Lito!...¡Arriba, Lito!
Me levanto a los tumbos, no precisamente como un león, sino como un perro vagabundo al que le acaban de dar un puntapié en el trasero. Parado en medio del cuarto, con el pelo revuelto y la vejiga a punto de estallar, tiemblo y me sacudo hasta el último hueso.
La vieja me mira y antes de que abra la boca me empiezo a vestir. Cuando se le da por hablar no termina nunca. Yo sé cuándo está por hablar y además sé lo que va a decir. Por lo general, es inútil tratar de atajarla y creo que, después de todo, eso le hace bien. En realidad no me habla a mí ni a nadie en particular sino que simplemente habla y habla. Y así parece más sola. Cuando vivía el viejo era toda una música.
Un buen jarro de café de malta y un pedazo de galleta me devuelven la vida y la cabeza se me llena otra vez de ideas. Afuera los trenes pasan con más frecuencia y la casilla tiembla toda entera. Eso me alegra también. Me parece que en cualquier momento vamos a saltar por el aire y no sé por qué eso me alegra. Después me pongo el maldito guardapolvo, meto otro pedazo de galleta en la maldita cartera y me largo para la maldita escuela.
Las villas todavía están envueltas en la niebla y aquello parece el comienzo del mundo, cuando las cosas estaban por tomar su forma. Las casillas oscilan como globos, las luces brotan por los agujeros de las chapas como ramas encendidas, las ventanillas de los trenes puntean velozmente la penumbra, se estiran como goma de mascar y más allá se reducen a un punto sanguinolento, después de montar la curva. La cabina de señales del Mitre, algo más arriba, cabecea igual que una chata arenera y si uno no conociera el lugar la tomaría justamente por eso. Uno chorro de chispas y, un poco más abajo, una llama anaranjada que rebota en un tramo de vías se desplazan lentamente siguiendo el perfil oscuro de una "catanguera". Una luz roja cambia a verde y un numero de color salta en el aire. Hay luces por todas partes pero solo sirven para confundirlo a uno. Al fondo, el lívido resplandor de Retiro se desvanece con el día y, más atrás aún, tiemblan y se encogen las luces de la ciudad. Del lado de la costa, la espiral encendida del edificio de Telecomunicaciones, los focos empañados de los automóviles que bailotean como un tropel de antorchas, los mástiles y las grúas de la dársena y, por encima de todo, las chimeneas de la usina que se empinan sobre la mugrienta claridad del amanecer.
Una luz roja cambia a verde y un numero de color salta en el aire. Hay luces por todas partes pero solo sirven para confundirlo a uno. Al fondo, el lívido resplandor de Retiro se desvanece con el día y, más atrás aun, tiemblan y se encogen las luces de la ciudad. Del lado de la costa, la espiral encendida del edificio de Telecomunicaciones, los focos empañados de los automóviles que bailotean como un tropel de antorchas, los mástiles y las grúas de la dársena y, por encima de todo, las chimeneas de la usina que se empinan sobre la mugrienta claridad del amanecer.

Levanto la cabeza y respiro hondo el áspero alimento del río. Entonces todo eso se me mete en la sangre y me siento vivo de la cabeza a los pies, como un fuego prendido en la noche.
El viejo del Tulio camina unos pasos más adelante con un paquete debajo del brazo. Trabaja en la dársena B con una grúa móvil de 5 toneladas. Sale al amanecer y vuelve casi de noche. El domingo, como no puede estar sin hacer nada, la muele a palos a la vieja. El Tulio se mantiene a distancia y si duerme pone un montón de tarros entre la puerta y la cama. Cuando el viejo se calma se sienta en la puerta de la casilla y toma mate hasta que la cara se le pone verde. Nunca le oí hablar una palabra, ni siquiera cuando se enfurece.
Hay otros tipos que caminan en la misma dirección. Salen de las calles laterales y se juntan a la fila que marcha en silencio hasta el portón de entrada. Mientras tanto los grandes tipos duermen allá lejos en su lecho de rosas. ¿Dónde oí eso? Si un día se decidieran a quedarse en la villa así suenen todas las sirenas del mundo a un mismo tiempo no sé qué sería de esos tipos. Tendrían que limpiar, acarrear, perforar, construir, destruir, armar, desarmar o tirar la manga y por fin robar con sus tiernas manitos de maricas. Pero la pobre gente no lo entiende. Todo lo que piden de la vida es un pedazo de pan, una botella de vino y que no se les cruce un botón en el camino.
Otra fila de chicos y mujeres hace cola frente a una de las canillas. Veo al Pascualito con un par de tachos en las manos. Lo saludo.
El Pascualito lustra zapatos en Retiro, el Tulio vende diarios en una parada de Alem y el Negro junta trapos y botellas en las quemas y cuando llega el verano vende melones y sandías en la Costanera. A veces lo acompaño a las quemas y gano unos pesos. Al Negro le gusta lo que hace. Tira como un condenado del carrito y al mismo tiempo grita o canta sin parar. Hay que verlo. También me gano unos pesos abriendo las puertas de los coches en Retiro hasta que aparece un botón. Hay muchas formas de ir tirando hasta que llegue el día pero a la vieja no le gusta que haga nada de eso. A cada rato me da una lata barbara sobre el asunto. Quiere que termine la escuela, lo mismo que mi hermano, y aunque no entiendo muy bien el motivo no tengo más remedio que darles el gusto. La pobre vieja entretanto se rompe el lomo limpiando casas por hora. Eso me envenena las tripas porque mientras ella deja el alma yo estoy en la escuela calentado un banco.
El Negro pasa tirando del carrito con el gordo Luján que es el cerebro del asunto, como se dice, y por lo tanto no tira del carrito sino que fuma y piensa en grandes cosas. Agacho la cabeza y me pego a las casillas porque me revienta que me vean con el guardapolvo y la cartera como un nene de mamá.
La avenida está llena de camiones que esperan hace días para descarga en los silos. Las colas llegan hasta la villa y si no se meten adentro es porque no están seguros de salir enteros. El Beto tiró más de un año con un par de gomas Firestone . 12.00-20, catorce telas de nylon, si bien se pasó cerca de un mes en la caldera de la "Caprotti" mientras los botones daban vuelta de la villa de arriba abajo. Siempre que veo los camiones me acuerdo del Beto, es decir, que me acuerdo de él todos los días. No por las gomas, aunque me acuerdo de eso también, sino porque desapareció de la villa en un "Skania Vabis" hace dos años. Se escondió en el acoplado cuando salió del puerto y vaya uno a saber dónde mierda fue a parar. La verdad que no es mala idea. Si no fuera por mi hermano ya lo hubiera hecho hace rato.
Las chimeneas de la usina giran lentamente y cambian de lugar mientras uno camina. Son cinco en total pero nunca estoy seguro porque es difícil verlas cinco de una vez. La gente se desparrama al llegar a la avenida Antártida y yo doblo hacia la escuela cuyas casillas asoman un par de cuadras más adelante entre un grupo de áborles. La gente se desparrama al llegar a la avenida Antártida y yo doblo hacia la escuela cuyas casillas asoman un par de cuadras más adelante entre un grupo de árboles cubiertos de cenizas. Apenas las veo se me hace un nudo en la barriga. No dudo, o por lo menos no discuto, lo cual además sería perfectamente inútil con la vieja, de que la escuela sea algo tan bueno como ella dice, pero todavía dudo mucho menos de que yo sirva para eso. Es cosa mía y de ninguna manera generalizo. A esta altura creo que ni la misma gorda lo pone en duda y estoy seguro de que se sacaría un peso de encima, de los pocos que pueden quitarse entre los muchos que le sobran, si alguna de estas mañanas no apareciera por allí. La gorda es la maestra. El primero o segundo día puso su manito sonrosada sobre mi cabeza de estopa y dijo que haría de mí un hombre de bien. Parecía estar convencida y a la vieja se le saltaron las lagrimas. Al mes ya no estaba tan segura y a la vieja se le volvieron a saltar las lagrimas, claro que por otro motivo. Esta vez le fijo, con otras preciosas palabras, se entiende, que yo era un degenerado. Eso quiso decir, en resumen.
La cosa saltó algún tiempo después, el día que la gorda me encontró espiando por le ventilador del baño de las maestras. Por suerte no era yo el que estaba espiando en ese momento sino el Cabezón que, parado sobre mis hombros, estiraba el cogote todo lo que le daba. Al Cabezón lo echaron sin más trámites y ahora pienso si no le tocó la mejor parte.
Desde entonces el tipo se da la gran vida y en cierta forma lo sigo teniendo sobre los hombros, sobre la misma cabeza diría yo. Ya estuvo en la 46 por hurto y daño intencional.
Esa vuelta vino mi hermano. A él no se le saltaron las lagrimas, por supuesto, sino que escuchó en silencio y con palabras corteses dijo que se iba a ocupar del asunto. Estaba vestido cojo para impresionar, con el anillazo ese en el dedo y el pelo brillante como la carrocería de un coche. Era para verlo.
Después que la maestra terminó de hablar (creía que no paraba nunca) mi hermano saludó como un señor y luego, siempre con los mismos ademanes discretos, me llevó a un lado, entre los árboles. Allí me tomó por el cuello y me rompió los huesos con un dedo atravesado sobre los labios cada vez que yo iba a gritar. No sé cómo lo hozo, porque no podía poner mucha atención, pero cuando terminó no se le había movido un pelo.
Después que me sacudí el polvo me puso un brazo sobre los hombros y caminando juntos me empezó a hablar sobre la vida. Yo ni siquiera respiraba y le decía a todo que sí. Hablaba como un pastor o por lo menos como el viejo en sus mejores momentos. Su voz sonaba áspera y contenida, pero había cierta tristeza en su expresión. Es lo que más recuerdo.
Espero a que me soplara los mocos y entonces me hizo prometer que iba a terminar la escuela así tardase mil años. Yo lo miré brevemente en los ojos y dije que sí. No tenía más remedio, pero de cualquier forma lo dije de corazón.
Y es eso lo que cada mañana me trae hasta aquí. Cuando tengo ganas de pegar la vuelta, lo cual es un decir porque las tengo siempre, veo su rostro por delante y hasta escucho su voz.
—¿Quedamos, Lito?
Yo vuelvo a decir que sí con la cabeza y entro en la escuela.
Desde que lo mataron, porque eso fue, la gorda me trata algo mejor. En realidad no sabe qué hacer. Ella quería sacar de mí un hombre, pero aquí el hombre viene solo y en todo caso con un hermano así no necesito de más nadie. Por otra parte no sé qué diablos entiende ella por un hombre, sea de bien o de cualquier otra cosa, y no creo que haya conocido a ninguno hasta que apareció mi hermano.
Trato de aprender lo que puede pero la mayor parte del tiempo la cabeza se me vuela como un pájaro. Vuela y vuela, cada vez más alto, cada vez más lejos. No es para menos. La vida zumba y se sacude ahí afuera y yo estoy metido aquí dentro esperando el día que salga y salte sobre ella como mi hermano, es decir, como un león. Cada vez lo entiendo mejor.
En este momento veo a través de la ventana la trompa de la vieja "Caprotti" dormida sobre las vías y allá va mi cabeza.
Mi padre sintió siempre una gran admiración por esas moles de fierro. Vivía aquí mucho antes de que aparecieran la villa y creo que trabajó un tiempo en el ferrocarril. Nunca entendí esa manía del viejo, pero de cualquier manera terminé por cobrarle aprecio a toda esa chatarra. Supongo que él no las veía inútiles y ruinosas como yo las veo. En su cabeza soplaban como en sus mejores tiempos. Muchas veces, sentados sobre una pila de durmientes, me habló de ellas así como yo pienso o hablo de mi hermano, del Baldo, de todos lo que se fueron. Tal vez por ahí lo entienda. Así conocí la "Caprotti", no este montón de fierro sino aquella soberbia maquina que competía con las famosas "2.000" del Central Argentino. La "Garrat", con doble ténder y la caldera al centro, la "Mikado", que no conocí y por lo tanto me parece más fabulosa todavía y de la que mi padre hablaba con verdadera emoción temblando todo entero como si la locomotora pasara en ese momento delante de él a cien por hora aventando trapos y papeles. Las 1.500, las "capuchinas", las 100. A medida que hablaba el viejo iba levantando presión y estoy convencido de que al último veía las maquinas verdaderamente. Yo no veía nada por más que forzara la vista, pero me contagiaba esa loca alegría y trataba por lo menos de imginarme todo el ruido y la vida de aquellas viejas locomotoras que corrían por su cabeza.
La maestra golpea con el puntero en el pizarrón y vuelvo a la jaula. Pero al rato estoy pensando en otra cosa. Cuando llega el verano me parece que voy a estallar.
Nos largan a las cinco, que en este tiempo es casi de noche. Yo salgo al final de todos porque soy de los más altos, así que me la tengo que aguantar hasta lo último. Paciencia. Apenas dejo la puerta entro a correr como un loco y antes de la cuadra los paso a todos.
Los camiones siguen esperando en la cola y tal parece que no se hubieran movido en todo el día. Yo sé que se han movido, algunos se han ido, pero no creo que los demás les presten la misma atención.
Los coches van y vienen entre los camiones. Algunos pasan que se los lleva el diablo y así fue como lo reventaron al Tito. Recuerdo al Tito porque era mi amigo y además lo vi cuando levantaba por el aire un Fíat 1500, pero revientan uno por mes, cuando menos. Los tipos se ponen nerviosos, Hasta lloriquean, los que paran, pero entre tanto los coches siguen corriendo como si tal cosa y al rato nadie s acuerda. Otros pasan tan despacio que uno puede seguirlos al paso. Llevan la radio encendida y generalmente alguna fulana con las polleras arremangadas. Supongo que esto es saludable, pero los que merecen toda la lastima del mundo son ellos y no creo que les alcance. No les envidio nada. Mal o bien nosotros estamos vivos. Eso es algo que ellos no saben mejor así porque si no se nos echarían encima.
Creo que el tipo aquel se dio cuenta. Precisamente fue por el tiempo que atropellaron al Tito. Había detenido el coche a un costado, no muy lejos del portón, y parecía dormido. Era un Peugeot nuevito con un par de retrovisores sobre el guardabarros que debían valer sus buenos pesos.
Estaba mirando el coche cuando el tipo pareció despertar y me sonrío tristemente, un poco más que los otros. Era un tipo viejo y refinado. Abrió la puerta y dejó que mirara dentro. Luego me preguntó si quería subir y yo, naturalmente, le dije que sí.
Digo naturalmente porque los coches me entusiasman tanto como las locomotoras a mi viejo y si tuviera uno me llevaría todo por delante. Mi hermano apareció un día con un bote impresionante y nos llevó a dar una vuelta. Al Tulio, al Negro, al Tito, que vivía en esa época, al Beto. Fue un gran gesto. Yo iba al lado de mi hermano, con la radio a todo lo que daba. En la Costanera lo puso a cien y después no quise mirar más. Los tipos de los coches no amenazaban con los puños y gritaban cosas que no alcanzábamos a oír, aunque no hacia falta. Mi hermano no los miraba siquiera. Parecía más tranquilo que nunca y como si en realidad no estuviera con nosotros, con nadie en el mundo sino completamente solo sobre el camino a ciento veinte por hora. Me prometí entonces tener algún día un bote como ese. Es lo único que les envidio a los tipos, pero ni con eso me caminaría por ellos.
El tío dio una vuelta por la costanera y al rato yo me había olvidado de él. No veía nada más que aquel paisaje en llamas que corría y saltaba hacia atrás, corría y saltaba y mi corazón saltaba y corría también.
El tipo paró entre los árboles, frente al río, puso la radio muy bajo y después de suspirar un rato comenzó a hablar en un tono relamido sobre cosas que yo no entendí muy bien. Según parece era muy desdichado y la verdad que no tenia necesidad de decírmelo. Se había dado vuelta y me susurraba al oído toda esa desdicha, una desdicha muy particular porque a mí nunca se me hubiera ocurrido que un tipo podía ser desgraciado por todas esas tonterías. Se veía que nunca había pateado la calle con las tripas vacías, ni había tenido que saltar entre los vagones con un par de botones a remolque. El tipo me miraba a los ojos con su cara flaca y descolorida tan cerca de la mía que tenia que torcer la vista para mirarlo. Yo trataba de mostrarme cortes porque, si he de decir la verdad, el pobre coso me daba lastima. Bueno, primero me apoyo sobre la pierna una de sus manos secas y chatas como espátulas. No vi nada de particular en eso aunque no estoy acostumbrado a tales tratos. Luego, sin dejar de quejarse ni de suspirar, deslizo la mano hacia la bragueta y comenzó a frotarme delicadamente. Daba la impresión de que lo hiciera otro, en el sentido de que ni el propio tipo demostraba estar enterado de lo que hacia su mano. Yo me quede duro, lo cual es algo más que una frase porque al rato, y contra mi voluntad, tenia el pajarito firme y tirante como un resorte. Siempre hablando y suspirando el tipo me desabrocho la bragueta y el pajarito asomó la cabeza alegremente. A esa altura yo no sentía disgusto propiamente dicho, pero de repente me acorde de mi hermano. Cuando estoy confundido pienso en el porque sin o me pierdo del todo y a partir de ahí se me ordenan las ideas. Me acorde de mi hermano pues, y entonces vi aquel rostro en toda su mísera y desdichada soledad. Aparte al tipo de un empujón y salte del coche con el pajarito todavía afuera. Me volví del otro lado de la calle y le hice un corte de manga. El pobre tipo me miraba tristemente desde la ventanilla del Peugeot y me sonrió todavía, con la sonrisa más desgraciada del mundo. Entonces, sentí una lastima negra. Hubiera querido sonreírle yo también, pero tal vez no lo habría entendido. Di media vuelta y me fui abrochándome la bragueta.
Son las cinco y media. La gente comienza a volver a casa. Las villas están envueltas en una luz somnolienta. Las chimeneas de la usina cuelgan en medio de una nube de humo que se aplana sobre el río. Los vidrios del edificio de Telecomunicaciones brillan con un resplandor polvoriento. Del otro lado los trenes se evaporan en una mancha anaranjada que borra el paisaje de casillas y galpones hacia el oeste. Grupos de mocosos chillan y corren en los baldíos junto a las vías.
A esta hora las villas lucen mejor que en cualquier otra. No se cuanto durare aquí, pero de quedarme quieto no cambiaría esto por nada del mundo.
Ni la vieja ni los muchachos han vuelto todavía. Dejo la cartera y el guardapolvo que traigo arrollado debajo del brazo, agarro un pedazo de pan y doy una vuelta antes de que regresen.
El viejo del Tulio está sentado a la puerta de la casilla con los pantalones arremangados y el mate en la mano. Un avión del aeroparque pasa tronando sobre nuestras cabezas.
Cruzo las vías y después de bagar un rato entre los galpones y las locomotoras abandonadas me siento sobre una pila de durmientes como hacia cuando estaba el viejo. Naturalmente, me acuerdo de él, y después del Tito o de cualquier otro, por supuesto, de mi hermano. De todos los que se fueron. Es como si estuvieran aquí, a esta hora. Algunos me miran, otros me dicen cosas. Yo les sonrío y a veces les respondo. Sé que tarde o temprano iré tras ellos. Tarde o temprano la vida se me pondrá por delante y saltare al camino. Como un león.

miércoles, 11 de enero de 2012

Escribir en argentino



"...La conexión de un hombre con su nacionalidad no me parece vaga porque finalmente es un hecho fatal biológico el haber nacido en Argentina de padres argentinos, o en Liverpool de padres ingleses. Dicho esto, creo tener el derecho de agregar que siempre me he sentido y me sigo sintiendo profundamente feliz y orgulloso de ser argentino, pero no por una razón muy especial, no porque crea que ser argentino -como lo piensan tantos argentinos- supone ser mejor que los chilenos o mejor que los bolivianos. Incluso me ha valido polémicas y enemistades el hecho de que con mucha frecuencia en declaraciones públicas o artículos yo insisto que sintiéndome profundamente argentino me siento todavía más profundamente latinoamericano. Es una experiencia de los últimos diez o quince años, cuando empecé a viajar por América Latina, cuando conocí sucesivamente países como Cuba, México, Venezuela, Perú, y descubrí que en todos ellos estaba en mi casa, con todo lo que tiene de negativa la frase, porque en casa de uno no siempre encuentra las cosas bien, en la casa está la familia y ya sabemos lo que son las familias. Pero está también el aspecto positivo, esa cosa hermosa que tiene América Latina que es compartir una lengua que a pesar de diferencias locales e insignificantes te hace verdaderamente sentirte en tu casa estés en Panamá, en Bolivia o en tu casa en Buenos Aires.
Entonces, mi argentinidad no solamente la reivindico, sino que quisiera terminar esta frase con una prueba muy simple: llevo 28 años en Francia, creo que conozco bien el francés y sin embargo hasta que me muera seguiré escribiendo en español; y más que en español, en argentino..."
(entrevista a Julio Cortázar en Sudestada de colección #1)

viernes, 30 de diciembre de 2011

Cuento para la siesta de diciembre


Cuentos en el verano, el minimalismo y el humor negro de Silvina Ocampo: un niño, una soga, un juguete...



La soga


A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de
mano del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender
papeles en la chimenea. Esos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la
soga, la soga vieja que servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes
del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo
entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de
siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con
ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca, colgada de un árbol,
después un arnés para caballo, después una liana para bajar de los árboles,
después un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasamanos,
finalmente una serpiente. Tirándola con fuerza hacia adelante, la soga se retorcía
y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A
veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba
en los bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo tocara; era
parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga
se le acercaba, a regañadientes, al principio, luego, poco a poco,
obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba aquel
movimiento de serpiente maligna y retorcida, que los dos hubieran podido
trabajar en un circo. Nadie le decía: "Toñito, no juegues con la soga".
La soga aparecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo.
Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más
flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi
opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos,
se demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de
echarla al aire; como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba
prestar atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de
sus manos para lanzarse hacia adelante, para retorcerse mejor.
Si alguien le pedía:
—Toñito, prestame la soga. 38
El muchacho invariablemente contestaba: —No.
A la soga ya le había salido una lengüita, en el sitio de la cabeza, que era
algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón.
Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena.
¿Una soga, de qué se alimenta?. ¡Hay tantas en el mundo!. En los barcos,
en las casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes... Toñito decidió que
era herbívora; le dio pasto y le dio agua.
La bautizó con el nombre de Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada
movimiento, decía: "Prímula, vamos. Prímula". Y Prímula obedecía.
Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la
precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre
las cobijas.
Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el
horizonte, de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna,
hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia
atrás con la energía de siempre y Toñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le
golpeó en el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa.
Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos.
La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba

miércoles, 6 de octubre de 2010

Poesía


No sé si calificarla como "poesía social", porque esa etiqueta tiene un nosequé de despectivo en el fondo. Es poesía, y Tejada Gómez fue uno de nuestros mejores poetas. Disfrutala, está en el libro Tonadas para usar...Y tal cual, es así, para usar...Palabra militante...


LA VELETA Y EL VIENTO



Como el mundo es redondo se aconseja
no situarse a la izquierda de la izquierda
pues, por esa pendiente el distraído
suele quedar de pronto a la derecha.
Se han dado casos. Se repiten tanto
en estos tiempos de confusa urgencia,
que el que quiere cambiar la flor de mano
debe ejercer la ciencia y la paciencia.
Pero no en breves raptos o relámpagos
ni a palos con el águila agorera,
tampoco en conversadas salamancas
de sexo y saxo y de pilosa niebla.
Esas raras maneras del hartazgo
pueden ser distracciones pasajeras,
síntoma típico de que el ocio endémico
sustituye la historia por la histeria.


¡Hay que ser consecuente con la furia!


Escoger entre el viento o la veleta

lunes, 4 de octubre de 2010

Cuentos mínimos



El minicuento, el microcuento, el cuento que no pasa de una frase, una oración, quizá tres palabras. El cuento condensado como un rayo que llega y parte lo oscuro. ¿Probaste alguna vez acercarte al minicuento? Ya lo creo que es un desafío.



La boca del túnel, respirando en lo verde.

viernes, 24 de septiembre de 2010

Un cuento


MANDALA
A mi tía Paca, que vivía en un conventillo



El barco navegaba tranquilamente por esa extensión de mar sucio que no habían visto en otro lado. Muy marrón, muy lleno de tierra. No era el mar de Vigo, desde donde habían salido su madre, el hermano que ya era cura, Amador el panadero y ella, Paquita, la adolescente.

- Ahí está Buenos Aires- dijeron algunos en la cubierta del barco.Buenos Aires estaba ahí, al fondo de ese camino marrón. Buenos Aires y las palabras escritas por su tío Rufo Sastre, que había venido unos años antes y que los animaba a abandonar la miseria de su pueblo en Castilla.Buenos Aires le parecía imponente a sus pocos años. Y era en realidad así, aunque tardara algún tiempo hasta salir del Hotel de Inmigrantes para tocar la inmediatez de la ciudad.

En el laberinto porteño lograron armar su casa en un conventillo de la calle Pozos al 1000. Eran los años 40, la ciudad moviéndose al ritmo de cambios que se olfateaban en el aire, como ese olor a café hervido en las mañanas, que venía de las piezas del fondo y de los bares vecinos.

La avenida Entre Ríos quedaba a espaldas del edificio. A veces, con mucha atención, desde el patio mínimo, podían escucharse los tranvías que subían hasta el Congreso y bajaban hasta Constitución.

Una habitación enorme para cuatro personas. Una cocinita de chapa en el primer patio. El baño antiguo compartido con los inquilinos del fondo. Eso era todo. Ella no sabía si era mucho, comparado con la casa que habían dejado en Zamora; o si era poco, comparado con la vida que habían dejado allá.

Y en esos días de incertidumbre, de curiosidad, de nostalgia, de tristeza multiplicada por cuatro, la Paca había quedado encandilada por el dibujo del piso del baño, un piso de mosaicos de colores que, en figuras geométricas, marcaba el centro justo, justo donde había que pararse para que el espejo le devolviera su imagen.

Al principio no lo notó, con la preocupación de buscar el lugar adecuado para poder verse la cara y el pelo en el cuadrado miserable. Si se corría un poco, solo podía ver la punta de la oreja. Si se ponía en puntas de pie, se le veía nada más que el cogote.

-Eso ocurre porque eres pequeña- decía su madre.

En realidad, si no hubiera sido una castellana, tendría que haber dicho petisa. Porque pequeña, pequeña no era. Si ya tenía casi dieciséis años. Era petisa y tenía que contorsionarse para llegar a ver su reflejo.

Entonces, un día se dio cuenta de que no era necesario el ensayo y el error. Se dio cuenta de que si ponía los dos pies juntos en el lugar exacto del centro del dibujo, la imagen aparecía en el espejo. Caprichos de la construcción de un piso de mosaicos, que le servían a una adolescente petisa.

Empezó a trabajar en una fábrica de pijamas de hombre, casi al mismo tiempo en que su hermano cura se enfermó y se murió. Amador era el preferido de la madre. Amador, que extendía los brazos sobre la cabeza para que le sacaran la camiseta, como el niño que había sido pero que ya no era. Porque un buen día encontró a Rufa, otra castellana como él, que trabajaba en la radio de Jaime Yankelevich, como empleada de limpieza; se casó con ella y se fueron a vivir por la avenida Independencia, en otro conventillo.

Paca trabaja en la fábrica de pijamas durante todo el día, para ella y para la madre que la espera en la pieza de Pozos al 1000. A veces pasean por el Zoológico, cuando van a visitar a esas primas, también solteronas, que viven por Palermo, que ellas sí, tienen una casa propia. A veces suelen ir al puerto, a comerse unos bocaditos de pan y salame, mientras miran los barcos quietos, las sogas que los sujetan, los marineros, el agua marrón al filo del muelle.

Sin embargo, lo que la sigue atrayendo como un imán es el dibujo del piso del baño. No sólo porque situarse en el centro todavía hoy, que tiene más de treinta años, le sirve para que su imagen aparezca en el espejo. Sino porque, además, ese dibujo exacto, circular, tranquilizador, la lleva a otros lugares, a otras sensaciones, a escaparse del conventillo y la fábrica de pijamas, a correr por el monte en una mañana de otoño.

Parada en el centro del baño, temblando por el frío del invierno en la húmeda Buenos Aires, ella busca entre los dibujos de colores la casa, el humo de la chimenea, la felicidad de la infancia abandonada. Y esa sola sensación la ayuda a tomarse el tranvía en la madrugada helada para llegar a la fábrica y trabajar hasta la tarde.

Por supuesto que no conoce a alguien que se llama Jorge Luis Borges, que nació y vivió a dos cuadras de donde viven sus primas, Tránsito y Felipa. Por supuesto que ni idea tiene de Borges, de su Aleph, de la casa en el barrio del sur en donde estaba el punto que contenía a todos los puntos del Universo.

No lo sabe…Ella tiene, en el baño compartido del conventillo, un piso con laberintos circulares que la ayudan, la sostienen, la empujan a seguir en donde ella ya no quiere seguir.

Junio es muy frío en Buenos Aires. Las piezas de los conventillos son heladeras. Y levantarse tan temprano es un suplicio para el cuerpo y para los sabañones de sus manos de dedos cortitos. Pero hoy no importa…Hoy Paca va a ir con ganas a la fábrica porque en la pausa del mediodía se va a dar el gusto, junto con su amiga Lola, de pasearse por la Plaza de Mayo. Es como una escapada de estudiante. Es una trampita que ella misma se hace para acumular ganas de seguir viviendo. Ni a su madre le va a decir. Es un secreto guardado que le hace bien.

Entra en el baño sonriendo y, como desde aquel día que llegó, pone sus dos pies en el lugar exacto. Antes de ver su cara dormida en el espejo, mira…Mira el dibujo de las baldositas del piso. Mira y una inquietud que no sabe definir la invade. Mira y no ve lo que siempre encontraba: su monte, la chimenea, el cielo…Mira y el dibujo es grisalla…

Es sólo un momento…Cómo va a ver los colores, se dice ella misma convenciéndose, si la luz del baño alumbra cada vez menos.

-¡Qué colores vas a ver, Paca!- murmura y se ríe, mientras se peina apresurada para irse.

Ella no sabe del Aleph, ni de mandalas, ni de destinos…Sabe que hoy, por fin, con casi treinta y dos años, se va a hacer una escapadita a la hora del mediodía para pasear entre las palomas de la Plaza de Mayo. Y no se lo contó ni a su madre. Y lo está disfrutando tanto…

Con la Lola tomaron el colectivo pensando que llegarían a la Plaza alrededor del mediodía. Tenían que bajar justo enfrente, sobre Rivadavia, en la misma cuadra del Banco Nación. Y, como sucedía cada vez que se encontraban, los minutos no les alcanzaban para poder contarse todo lo que pretendían.

El colectivo fue más que puntual. Llegó a la Plaza a la hora en que tenía que llegar. Y el mandala de la Paca, el dibujo en el piso del baño, tuvo la exactitud que nadie hubiera podido anticipar.

Era el 16 de junio de 1955…Y las primeras bombas de los aviones navales comenzaban a caer sobre la Plaza…