NO HAY PEOR VIOLENCIA CULTURAL QUE EL EMBRUTECIMIENTO QUE SE PRODUCE CUANDO NO SE LEE (del blog Leer porque sí)

viernes, 24 de septiembre de 2010

Un cuento


MANDALA
A mi tía Paca, que vivía en un conventillo



El barco navegaba tranquilamente por esa extensión de mar sucio que no habían visto en otro lado. Muy marrón, muy lleno de tierra. No era el mar de Vigo, desde donde habían salido su madre, el hermano que ya era cura, Amador el panadero y ella, Paquita, la adolescente.

- Ahí está Buenos Aires- dijeron algunos en la cubierta del barco.Buenos Aires estaba ahí, al fondo de ese camino marrón. Buenos Aires y las palabras escritas por su tío Rufo Sastre, que había venido unos años antes y que los animaba a abandonar la miseria de su pueblo en Castilla.Buenos Aires le parecía imponente a sus pocos años. Y era en realidad así, aunque tardara algún tiempo hasta salir del Hotel de Inmigrantes para tocar la inmediatez de la ciudad.

En el laberinto porteño lograron armar su casa en un conventillo de la calle Pozos al 1000. Eran los años 40, la ciudad moviéndose al ritmo de cambios que se olfateaban en el aire, como ese olor a café hervido en las mañanas, que venía de las piezas del fondo y de los bares vecinos.

La avenida Entre Ríos quedaba a espaldas del edificio. A veces, con mucha atención, desde el patio mínimo, podían escucharse los tranvías que subían hasta el Congreso y bajaban hasta Constitución.

Una habitación enorme para cuatro personas. Una cocinita de chapa en el primer patio. El baño antiguo compartido con los inquilinos del fondo. Eso era todo. Ella no sabía si era mucho, comparado con la casa que habían dejado en Zamora; o si era poco, comparado con la vida que habían dejado allá.

Y en esos días de incertidumbre, de curiosidad, de nostalgia, de tristeza multiplicada por cuatro, la Paca había quedado encandilada por el dibujo del piso del baño, un piso de mosaicos de colores que, en figuras geométricas, marcaba el centro justo, justo donde había que pararse para que el espejo le devolviera su imagen.

Al principio no lo notó, con la preocupación de buscar el lugar adecuado para poder verse la cara y el pelo en el cuadrado miserable. Si se corría un poco, solo podía ver la punta de la oreja. Si se ponía en puntas de pie, se le veía nada más que el cogote.

-Eso ocurre porque eres pequeña- decía su madre.

En realidad, si no hubiera sido una castellana, tendría que haber dicho petisa. Porque pequeña, pequeña no era. Si ya tenía casi dieciséis años. Era petisa y tenía que contorsionarse para llegar a ver su reflejo.

Entonces, un día se dio cuenta de que no era necesario el ensayo y el error. Se dio cuenta de que si ponía los dos pies juntos en el lugar exacto del centro del dibujo, la imagen aparecía en el espejo. Caprichos de la construcción de un piso de mosaicos, que le servían a una adolescente petisa.

Empezó a trabajar en una fábrica de pijamas de hombre, casi al mismo tiempo en que su hermano cura se enfermó y se murió. Amador era el preferido de la madre. Amador, que extendía los brazos sobre la cabeza para que le sacaran la camiseta, como el niño que había sido pero que ya no era. Porque un buen día encontró a Rufa, otra castellana como él, que trabajaba en la radio de Jaime Yankelevich, como empleada de limpieza; se casó con ella y se fueron a vivir por la avenida Independencia, en otro conventillo.

Paca trabaja en la fábrica de pijamas durante todo el día, para ella y para la madre que la espera en la pieza de Pozos al 1000. A veces pasean por el Zoológico, cuando van a visitar a esas primas, también solteronas, que viven por Palermo, que ellas sí, tienen una casa propia. A veces suelen ir al puerto, a comerse unos bocaditos de pan y salame, mientras miran los barcos quietos, las sogas que los sujetan, los marineros, el agua marrón al filo del muelle.

Sin embargo, lo que la sigue atrayendo como un imán es el dibujo del piso del baño. No sólo porque situarse en el centro todavía hoy, que tiene más de treinta años, le sirve para que su imagen aparezca en el espejo. Sino porque, además, ese dibujo exacto, circular, tranquilizador, la lleva a otros lugares, a otras sensaciones, a escaparse del conventillo y la fábrica de pijamas, a correr por el monte en una mañana de otoño.

Parada en el centro del baño, temblando por el frío del invierno en la húmeda Buenos Aires, ella busca entre los dibujos de colores la casa, el humo de la chimenea, la felicidad de la infancia abandonada. Y esa sola sensación la ayuda a tomarse el tranvía en la madrugada helada para llegar a la fábrica y trabajar hasta la tarde.

Por supuesto que no conoce a alguien que se llama Jorge Luis Borges, que nació y vivió a dos cuadras de donde viven sus primas, Tránsito y Felipa. Por supuesto que ni idea tiene de Borges, de su Aleph, de la casa en el barrio del sur en donde estaba el punto que contenía a todos los puntos del Universo.

No lo sabe…Ella tiene, en el baño compartido del conventillo, un piso con laberintos circulares que la ayudan, la sostienen, la empujan a seguir en donde ella ya no quiere seguir.

Junio es muy frío en Buenos Aires. Las piezas de los conventillos son heladeras. Y levantarse tan temprano es un suplicio para el cuerpo y para los sabañones de sus manos de dedos cortitos. Pero hoy no importa…Hoy Paca va a ir con ganas a la fábrica porque en la pausa del mediodía se va a dar el gusto, junto con su amiga Lola, de pasearse por la Plaza de Mayo. Es como una escapada de estudiante. Es una trampita que ella misma se hace para acumular ganas de seguir viviendo. Ni a su madre le va a decir. Es un secreto guardado que le hace bien.

Entra en el baño sonriendo y, como desde aquel día que llegó, pone sus dos pies en el lugar exacto. Antes de ver su cara dormida en el espejo, mira…Mira el dibujo de las baldositas del piso. Mira y una inquietud que no sabe definir la invade. Mira y no ve lo que siempre encontraba: su monte, la chimenea, el cielo…Mira y el dibujo es grisalla…

Es sólo un momento…Cómo va a ver los colores, se dice ella misma convenciéndose, si la luz del baño alumbra cada vez menos.

-¡Qué colores vas a ver, Paca!- murmura y se ríe, mientras se peina apresurada para irse.

Ella no sabe del Aleph, ni de mandalas, ni de destinos…Sabe que hoy, por fin, con casi treinta y dos años, se va a hacer una escapadita a la hora del mediodía para pasear entre las palomas de la Plaza de Mayo. Y no se lo contó ni a su madre. Y lo está disfrutando tanto…

Con la Lola tomaron el colectivo pensando que llegarían a la Plaza alrededor del mediodía. Tenían que bajar justo enfrente, sobre Rivadavia, en la misma cuadra del Banco Nación. Y, como sucedía cada vez que se encontraban, los minutos no les alcanzaban para poder contarse todo lo que pretendían.

El colectivo fue más que puntual. Llegó a la Plaza a la hora en que tenía que llegar. Y el mandala de la Paca, el dibujo en el piso del baño, tuvo la exactitud que nadie hubiera podido anticipar.

Era el 16 de junio de 1955…Y las primeras bombas de los aviones navales comenzaban a caer sobre la Plaza…

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